¿Por qué leer?

Por percibir el aroma único de la página de un libro. Por la impresión de sostener un mundo entero entre las manos. Por esa sensación de posibilidad abierta como la puerta de la habitación que siempre queremos entrar y el villano tiempo no nos deja. Porque finalmente, llega ese día en que nos lo permitimos y arrancamos con la introducción, vamos a la contraportada o viceversa. Hasta aquí tomamos un aperitivo antes del viaje que estamos por emprender. Entonces el mundo se detiene y entramos en una danza que a veces es a intervalos y otra una maratón que no nos da tregua porque esa sensación de comunión -común unión- cada vez más rara en la actualidad lo copa todo, y entonces visitamos los recintos de la humanidad que más nos acercan a lo que llamamos felicidad.

Siempre he asociado la lectura con los viajes. San Agustín, quien me ganó de mano, al decir: “El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página” supo sintetizar dos pasiones y evocar el profundo placer que ambas generan.

No importa si somos jóvenes o ya hemos entrado a la edad madura, tampoco creo que sea la cantidad de libros que leamos lo que importa sino la forma cómo llevamos a cabo ese viaje íntimo que incluso podemos repetirlo porque como dicen por ahí: “en la repetición está el gusto”.

A la cantidad de libros, yo asocio con cronos, el dios devorador. La calidad de nuestra lectura, en cambio, tiene que ver con kairos. La primera se refiere al tiempo cronológico o secuencial, la segunda significa el tiempo en tanto momento indeterminado donde las cosas especiales suceden y en la lectura tiene que ver con la forma en que entramos en ella, como quien entra a un mundo nuevo, donde para conquistarlo no se requiere fuerza sino sensibilidad. En realidad, resulta indescriptible el placer que genera el detenernos en cada recodo del camino: en cada personaje con su rasgo físico o psíquico particular, en la descripción de un paisaje que nos transporta o en la sensación que nos genera el nudo o conflicto de una historia, incluso un final que nos deja saboreándolo días después de haberlo leído. La calidad tiene que ver con kairos, ese gozo vertical y profundo que es exquisito y a quien los griegos llamaban el dios de la oportunidad.

Y es que leer es como hacer el amor. En los primeros encuentros actuamos agitados y queremos pronto llegar al puerto donde termina el recorrido; mientras que con los años la impaciencia va adquiriendo freno, uno sabe que la belleza para ser tomada requiere de estaciones donde saborearla. Solo así, la furtiva impronta del aprendizaje, se torna aprehendizaje y se queda con nosotros en un viaje sin escalas que se lleva en el alma.

Ítalo Calvino se refería a los clásicos como libros que: “ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual .

Y es que leer es mucho más que devorar libros. De la misma forma que viajar va más allá de visitar lugares y ver cosas. Ambas experiencias tienen que ver con una capacidad humana que nos genera aquello maravilloso que llamamos “asombro”. Se trata de un descubrimiento permanente que produce cambios y expansión de nuestro mundo pequeño e individual. Las ideas de un libro nunca dejan de alumbrar, de dar a luz nuevas experiencias. De ahí que leer y viajar sean aventuras que nos humanizan a través del bagaje histórico y cultural que viene consigo en su equipaje de siglos. Y es que el lenguaje es una construcción permanente y cambiante que nos permite ser en el mundo y crear en él y en nosotros mismos nuevas realidades.

Por ello, atesorar los libros en una biblioteca personal que crece con nosotros es apostar a inventarse a uno mismo y a ir creciendo con estos constructores de sueños que nos transportan, nos sostienen y nunca dejan de entregarse cuando queremos hacerlos nuestros.

En efecto, no cabe hacer nada como respuesta a un imperativo, a esos “deber ser, deber leer” a los que la crítica literaria y el establishment nos obliga, pues los libros responden a una relación personal, y conectada diría yo, entre la obra y quien la lee. En esta relación puede o no saltar esa chispa, esa fracción que llamamos amor pues “los clásicos no se deben leer por deber o respeto”, incluso por moda sino por amor.

Y nada más valioso para el proceso de la identidad que nunca cesa, que avanzar con las relaciones de identificación o de contraste que nos genera cada personaje a quien hacemos nuestro a través de la lectura.

Por otra parte, existe una suerte de ley de resonancia que se activa en una obra que es a su vez hija de todo un árbol genealógico de otras obras. Así podemos encontrar en el entrañable García Márquez, Gabito para los que lo amamos, los ecos sonoros de Faulkner de El sonido y la furia. O en Alicia Yánez Cossío, una escritora ecuatoriana, el costumbrismo de un Balzac. Y es en ese puente geográfico literario que no conoce fronteras ni aduanas donde la humanidad se funde para ser una. Una en continuidad cultural, una en la historia no oficial, una en la descripción de las más variadas emociones del hombre, una en los sueños y anhelos de querer cambiar el mundo o por lo menos imaginarlo distinto, una en la más profunda expresión de la creatividad y humanismo que nos distinguen como especie.

En la actualidad, con tantos estímulos visuales, auditivos, emocionales y globales, parece no haber tiempo para el llamado otium humanísitico o el ocio que tiene que ver con el disfrute al comer, jugar, escuchar, contemplar y por supuesto leer. En un momento de la historia donde tenemos innumerables posibilidades de diversión, confundimos el placer con el gozo y víctimas del primero que no termina nunca, nos abocamos a una rueda moscovita que nos lanza a la vorágine, al viaje más externo que acaba extenuándonos y fijándonos en el vacío. Es en medio de esta corriente vertiginosa donde todos merecemos un otium cum dignitaten. Con este nombre se le conocía al tiempo de merecido ocio del que gozaban los exdignatiarios romanos, pero que traspolándolo a nuestros días, yo afirmo que darnos el tiempo para leer es un lujo merecido, un tiempo con dimensiones múltiples que nos permite sentirnos emperadores, conquistadores de la más grande batalla de todos los tiempos: la batalla por nuestra calidad de vida.

Y sí, en la era de la información en la que estamos inmersos, donde poco conocemos y menos saboreamos de los tiempos largos de respiración pues estamos abrumados por las montañas y mares informáticos que nos rodean, vale la pena sumergirnos en nuestra propia eternidad a través de la lectura de calidad, aquella que nos da tesitura a la experiencia de vivir, cuando alternamos obras de la nube intemporal con obras de actualidad y en esas vías de intercomunicación vamos construyendo criterios, enlazando ideas y cotejando pareceres, alimentándonos de la savia literaria múltiple. En suma, expandiendo nuestro entendimiento del mundo y de nuestro propio imaginario.

Para concluir, traeré a este texto el miedo que nos ha acompañado a lo largo de la historia de la humanidad: el miedo a morir. Y gracias a la magia que permite la literatura a través de la metáfora, bien podemos decir que en efecto, y como diría Lacan, la muerte es lo literal, pero los amantes del lenguaje sabemos que la fuente de la vida eterna está en la palabra que pervive al cuerpo físico, al tiempo y a la muerte misma.

Dra. Marianela Ruiz Cabezas

 

 

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